Desde lo alto de la derruida almena del castillo de
Bayren, que gobierna con puño de piedra Gandia desde tiempos inmemoriales, Cátulo
observa el ruidoso descanso de la ciudad.
En ese preciso momento,
todos y cada uno de los durmientes, sintieron una sombra que atravesaba sus
sueños y llenaron la ciudad de aterrados gritos. Se levantaron de la cama de un
salto y los desorbitados ojos de todos ellos mostraban la certeza de que acababan
de compartir sus sueños más secretos con un desconocido.
Cátulo sonrió,
supo que los próximos días se cruzaría con muchos de ellos y les sonreiría de
forma cómplice para hacerles saber que él si conocía sus negras ambiciones.
Todavía no sabía
si había ido allí a matar, a que lo mataran o a tomar unas cervezas junto al
mar con César Borgleone; dueño y señor de su destino, fuera este el que fuera.
Pero lo que si sabía es que en la pantalla de su móvil apareció su número y con
el sólo susurro de las palabras “ven a Gandia” se presentó allí seis horas
después.
La suave y húmeda
brisa - no carente de calidez infernal - le empujó a bajar del castillo por el
pedregoso camino tratando de no dejar demasiada evidencia de su edad en forma
de moratones. Era consciente de que ciertas hazañas deben dejarse para
inconscientes jóvenes que creen que, subiendo a castillos en las noches de luna
llena, alcanzarán un romántico poder mágico que les permitirá tener a todas las
chicas a sus pies. Mientras tanto, esas mismas chicas, se
morrean en los pubs cuyas luces se ven desde el mismo castillo por ese
que las ha invitado a una copa después de salir del gimnasio. Nuestro adolescente
escalador tendrá que conformarse con leer a Baudelaire y sus Flores del Mal; a solas.
El ya no estaba
para eso y, de hecho, pensaba que esa costumbre de subirse a lugares altos para
observar la ciudad por la noche estaba muy bien para el cine y las películas de
terror pero que, por muchas sombras que lograra implantar en los sueños ajenos,
la gilipollez podía costarle un esguince.
La próxima vez
lo haría desde la terraza de un hotel y con un gin-tonic en la mano. Qué
carajo.
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