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La percepción
del dinero cambia en función de cuanto dispongas. La percepción de la muerte lo
hace en función de su proximidad. Yo tengo poco dinero y a otros les queda poca
vida pero esto no lo saben y pasan sus últimas horas derrochando ambas.
Treinta céntimos
por una barra de pan se me antojaban, de repente, un precio abusivo por un
alimento de absoluta necesidad así que me
veo obligado a cometer mi primer delito serio: robar.
Busco una tienda
china a la que no vaya a volver jamás. Espero a que nadie me mire pero tengo la
seguridad de que el dependiente me vigila por las cámaras; siempre lo hacen. Cojo
una barra de pan y salgo corriendo con un temblor en las piernas que dificulta
la carrera.
Con los dientes
apretados hasta casi sangrar miro con agudeza vital la esquina con la certeza
de que allí me esperan los miembros de alguna triada dispuestos a descuartizar
mi cuerpo y diseminar los trozos y órganos entre los negocios que
controlan para hacerlo desaparecer. No ocurre nada y planificar el robo de un casino
en Las Vegas ahora no me parece tan complicado.
Al final, con
tantas emociones, se me ha quitado el hambre, sigo con mis 7,20 euros en el
bolsillo y he aumentado mi patrimonio con una barra de pan.
Soy nuevo en
esto del matar así que necesito un plan sencillo, muy sencillo, que esté acorde
a mi voluntad y a mis capacidades. Un plan que podría resumirse en algo
parecido a mirar a los tíos cara a cara y descerrajarles un tiro a bocajarro a
cada uno. No sé donde conseguir una pistola, balas y mucho menos soy capaz de acertar
con dos disparos en la cabeza de dos tíos que, a buen seguro, no se quedarán
quietos. Busco un plan B: matarlos como sea.
Ninguno de los
dos planes me convence; son muertes demasiado rápidas. No, el plan debe
consistir en cogerlos, llevarlos a algún sitio tranquilo y una vez allí
desarrollar mi fructífera y siniestra imaginación. Si he podido robar el pan
también puedo hacer esto.
Estoy totalmente
seguro de que mi absoluta voluntad de matarlos, mi deseo de venganza que anega
lo que pudiera quedar humano en mí y la falsa invulnerabilidad en la que
habitan esos perros son las mejores armas de las que puedo disponer. ¿Qué puede
fallar?
He de descartar
factores que compliquen la ejecución y la policía es uno de ellos. Un día u
otro me cogerán así que no voy a ir escondiéndome de las cámaras o tomando precauciones
similares que me alejen de mi objetivo vital. Evitar a la policía es algo que
no puedo controlar, y si no puedo controlarlo no quiero gastar energías.
La puesta en
marcha del plan ha de ser rápida por dos motivos. Uno egoístamente ético:
Seguir actuando bajo la lucidez de la ira desbordada buscando una justicia
malentendida. Otro práctico: que no se me acabe el dinero o tendré que pasar
por la vergüenza de tener que tocar Paquito el Chocolatero con una flauta vieja en
los vagones de metro.
Necesito ciertas
habilidades y conocimientos de los que carezco pero, y esto es lo más grave,
tampoco conozco a quien pueda enseñármelos. Eso sí, tengo mis zapatos de piel
marrón y tacones de cuero y nadie que los necesite puede negarse a cambiarlos
por un pequeño retazo de conocimiento.
Un vagabundo los acepta y se compromete a
ponerme en contacto con la persona que
me enseñará a abrir coches, en concreto de la marca Audi; el resto de las
marcas no me importan y considero que es un conocimiento que no volveré a usar
jamás.
Tras el trueque
salgo ganando sin lugar a dudas: cambio zapatos por zapatillas que, aunque
agujereadas y sucias son mucho más cómodas. El vagabundo – un polaco con una
desgraciada historia de amor macerada en alcohol - comparte una lata de atún y
un cartón de vino que maridan perfectamente con mi pan y con el hambre atrasada
de ambos. Y, sobre todo, me da el nombre de quien puede mostrarme el camino más
corto y rápido al interior de un Audi blanco.
Mi maestro en las artes del hurto tiene otras
necesidades y acepta como pago mi móvil de última generación con el bonus añadido
de los videos placenteramente comprometedores de mis parejas excesivamente
ocasionales.
En cuestión de
tres horas y cuarenta y seis minutos soy capaz de abrir un Audi.
Dice que nunca
había visto nada igual, le digo que me la trae floja y me da un consejo justo
antes de despedirnos mientras el humo de
un canuto colgado de sus labios dibuja aterradoras figuras en el gélido aire:
- Si jodes a
esos capullos no pararan hasta matarte.
- No harán nada
a nadie, no te preocupes.
- Ellos no, su
banda.
Me parece un
consejo lo suficientemente sensato como para obviarlo y me dirijo al parking de
la hamburguesería. Espero, espero, espero, sopeso mínimamente la posibilidad de
dejar la ira aparcada junto a cualquier coche e implorar para que me readmitan
en el trabajo; la desecho, y cuando empiezo a flaquear por el hambre, el frio y
no tener nada que leer aparece el Audi blanco con matrícula 0013HHH.
Se bajan del
coche asegurándose que se vea la esvástica tatuada en el antebrazo de uno de
ellos y la calavera en el cuello del otro. Parece que este mundo no basta con
ser gilipollas si no que, además, hay que hacer ostentación pública de ello.
Me han visto y
se encaminan hacia mi gritándome con su torva mirada que la broma está empezando
a joderles, aunque no más que una mosca cojonera a la que se pueda aplastar
como diversión cuando lo consideren oportuno. Y están empezando a considerarlo oportuno.
- Vaya, parece
que al pringado de la corbatita roja no le quedaba más dinero que el que
llevaba en la cartera.
- Me quedan más
euros que horas de vida a vosotros.
Al ver el fondo
de su mirada consideré, brevemente, que la venganza ya no parecía tan buena
idea como hace unas horas. La carcajada autosuficiente de uno de ellos
resquebraja la confianza infinita del otro que no veía con apasionado optimismo
que alguien les jodiera la comida dos días seguidos.
No habrá un
tercero.
Son las 14:17,
sigo teniendo mis 7,20 €, mis pies están más descansados y mis pensamientos
solo apuntan hacia ellos.
Comienza el
espectáculo.