Con los tobillos
intactos tras la bajada suicida del castillo, llegó a la ciudad y decidió medir
la calidad de sus gentes tomando un café con leche en el primer bar que
encontrara abierto. Le costó, pero como siempre pasa a esas horas encontró uno
de esos bares que nunca sabes si acaban de abrir o es que no cierran nunca.
Los clientes
mostraron de forma clamorosa la mas total indiferencia ante el recién llegado
incluso, y eso era lo peor, el propietario del mismo que parecía estar leyendo
el futuro en las burbujas de cerveza que a esa hora ya esgrimía como argumento
para afrontar la vida.
Cátulo carraspeó
y, cuando logró que el propietario apartara la mirada de sus predicciones, le
pidió su ansiado café con leche, procurando no molestar demasiado mientras escuchaba
las conversaciones de los parroquianos. Estos - desquiciados ya con la vida a
esas horas de día - procedían a gritarse unos a otros a pesar de estar
separados únicamente por 30 centímetros y sin que hubiera un martillo neumático
cerca que les obligar a arrojarse palabras para poder entenderse. Gritos como
forma de comunicación estaría muy presentes esos días.
Durante esas
conversaciones se solucionaron todos los problemas que aquejan al país, a la
ciudad e incluso aquellos que aquejan a la sobreexplotación de los recursos
pesqueros. Se habló de guillotina e, incluso, de repartir los bienes de la
iglesia como si esa idea fuera original sin saber que, dos bares mas allá, esas
ideas también se desarrollaban y en el mismo sentido. La cerrazón se cura viajando
pero no se necesita ir a lugares demasiado lejanos, únicamente caminando a otro
bar y teniendo la firme voluntad de escuchar.
Y - como también
pasa en todos los bares del país y en el país mismo - cuando se pasó de las
noticias políticas a las deportivas todos sabían, sin la menor duda, a qué
jugador fichar, a cual vender o en qué vuelta tenía que haber repostado
Fernando Alonso en el Gran Premio de Hungría.
Alguno incluso
llegó a proclamar, sin reírse, la necesidad de una guerra civil. Esta propuesta hizo que a Cátulo se le saltaran
las ganas de mandarlo a Siria una hora, una sola hora, para que conociera lo
incomodo que es arrastrar una mochila a 50 grados y el inconveniente que supone
el curioso empeño de los de enfrente por meterte una bala entre esos dos
hemisferios que el etílico orador no tiene
la costumbre de usar antes de hablar.
Pero pensó que
de fanfarrones están los bares llenos y se dedicó a leer el periódico del día
anterior mientras saboreaba el café con leche y, al cual, se le había olvidado
echarle azúcar.
La conversación
de los impetuosos, dialécticamente hablando, clientes derivó hacia la política
local y Cátulo, como buen ciudadano español, iba a terciar sin tener más
conocimiento que el adquirido en el periódico atrasado que acababa de leer
cuando un pin-pin le indicó que acababa de llegarle un mensaje al móvil
“A las 9 en la
Plaza Rei Jaume I. Si nadie la conoce pregunta por la Plaza de los Palomitos”
Ya tenía una
cita, sabía con quien, y, aunque no sabía para que, sí sabía que alguien no llegaría a pagar los
impuestos del año que viene. Sólo tenía dos dudas:
1.- ¿Quién
sufriría una drástica perdida de salud en los próximos días?
2.- ¿Por qué le
ponían un nombre a la plaza distinto al que todo el mundo usaba para referirse
a ella?
Pagó y dejó
atrás los gritos de los clientes para adentrase en la mañana que ya empezaba a
ser húmeda y tórrida.
Quedaban dos
horas para la cita y quería oír como resonaban sus tacones en las calles de
Gandia, algo también muy peliculero pero con menos riesgos que subir por la
noche a castillos abandonados pero que le proporcionaba el enorme placer de
despertar con su toc-toc a aquellos que esperaban el ring-ring de sus
despertadores.
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