miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 2

Con los tobillos intactos tras la bajada suicida del castillo, llegó a la ciudad y decidió medir la calidad de sus gentes tomando un café con leche en el primer bar que encontrara abierto. Le costó, pero como siempre pasa a esas horas encontró uno de esos bares que nunca sabes si acaban de abrir o es que no cierran nunca.

Los clientes mostraron de forma clamorosa la mas total indiferencia ante el recién llegado incluso, y eso era lo peor, el propietario del mismo que parecía estar leyendo el futuro en las burbujas de cerveza que a esa hora ya esgrimía como argumento para afrontar la vida.

Cátulo carraspeó y, cuando logró que el propietario apartara la mirada de sus predicciones, le pidió su ansiado café con leche, procurando no molestar demasiado mientras escuchaba las conversaciones de los parroquianos. Estos - desquiciados ya con la vida a esas horas de día - procedían a gritarse unos a otros a pesar de estar separados únicamente por 30 centímetros y sin que hubiera un martillo neumático cerca que les obligar a arrojarse palabras para poder entenderse. Gritos como forma de comunicación estaría muy presentes esos días.

Durante esas conversaciones se solucionaron todos los problemas que aquejan al país, a la ciudad e incluso aquellos que aquejan a la sobreexplotación de los recursos pesqueros. Se habló de guillotina e, incluso, de repartir los bienes de la iglesia como si esa idea fuera original sin saber que, dos bares mas allá, esas ideas también se desarrollaban y en el mismo sentido. La cerrazón se cura viajando pero no se necesita ir a lugares demasiado lejanos, únicamente caminando a otro bar y teniendo la firme voluntad de escuchar.

Y - como también pasa en todos los bares del país y en el país mismo - cuando se pasó de las noticias políticas a las deportivas todos sabían, sin la menor duda, a qué jugador fichar, a cual vender o en qué vuelta tenía que haber repostado Fernando Alonso en el Gran Premio de Hungría.

Alguno incluso llegó a proclamar, sin reírse, la necesidad de una guerra civil. Esta  propuesta hizo que a Cátulo se le saltaran las ganas de mandarlo a Siria una hora, una sola hora, para que conociera lo incomodo que es arrastrar una mochila a 50 grados y el inconveniente que supone el curioso empeño de los de enfrente por meterte una bala entre esos dos hemisferios que el etílico orador  no tiene la costumbre de usar antes de hablar.

Pero pensó que de fanfarrones están los bares llenos y se dedicó a leer el periódico del día anterior mientras saboreaba el café con leche y, al cual, se le había olvidado echarle azúcar.

La conversación de los impetuosos, dialécticamente hablando, clientes derivó hacia la política local y Cátulo, como buen ciudadano español, iba a terciar sin tener más conocimiento que el adquirido en el periódico atrasado que acababa de leer cuando un pin-pin le indicó que acababa de llegarle un mensaje al móvil
“A las 9 en la Plaza Rei Jaume I. Si nadie la conoce pregunta por la Plaza de los Palomitos”

Ya tenía una cita, sabía con quien, y, aunque no sabía para que,  sí sabía que alguien no llegaría a pagar los impuestos del año que viene. Sólo tenía dos dudas:

1.- ¿Quién sufriría una drástica perdida de salud en los próximos días?

2.- ¿Por qué le ponían un nombre a la plaza distinto al que todo el mundo usaba para referirse a ella?

Pagó y dejó atrás los gritos de los clientes para adentrase en la mañana que ya empezaba a ser húmeda y tórrida.


Quedaban dos horas para la cita y quería oír como resonaban sus tacones en las calles de Gandia, algo también muy peliculero pero con menos riesgos que subir por la noche a castillos abandonados pero que le proporcionaba el enorme placer de despertar con su toc-toc a aquellos que esperaban el ring-ring de sus despertadores.

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