miércoles, 7 de agosto de 2013

Capítulo 3

El rítmico repiqueteo de los tacones retumbó en los muros de las viejas calles acompasando el trémulo parpadeo  de aquellos que no habían podido dormir, ni descansar el alma, desde que aquel extraño perro de sus sueños aullara desgarradoramente al paso de la inesperada sombra. Por algún extraño motivo encontraron relación entre los aullidos y los tacones; sería el inicio de largas noches sin dormir.

En su deambular errático, de repente, apareció el torreón de una muralla, vio que el lienzo no aparecía por ningún lugar, miró la hora, calculó que tenía tiempo, chasqueó la lengua y decidió buscar restos de la misma. Le gustaban las ciudades amuralladas y desconocía que Gandia hubiera sido una de ellas.

Con su conocimiento sobre murallas – que lo tenía – trazó los posibles ángulos en los que podría haber continuado, pensó como podrían haber trazado la misma, volvió a chasquear la lengua y vio en suelo clavados unos remaches que indicaban cual había sido el trazado.  Pensó, que los habitantes de las ciudades raramente miran el suelo de las mismas y, aún mas raramente, levantan la mirada.

Siguió los remaches llegando hasta el Paseo Germanías, dobló a la izquierda, caminó algo más de lo necesario  y se encontró con otro trozo de muralla soterrado en la entrada de un parking y que, curiosamente, aún conservaba restos de las antiguas canalizaciones.
¿Cómo sería la muralla? La respuesta la obtuvo en las fotografías que había colgadas en otro bar al que entró a tomar un café y disfrutar del aire acondicionado. Mientras miraba la foto el camarero le dijo que Gandia, efectivamente, había sido una ciudad doblemente amurallada y que dejó de serlo cuando las piedras utilizadas para su construcción fueron utilizadas para construcciones privadas. Una forma algo drástica de difundir el patrimonio histórico entre todos los habitantes y que tenía un nombre: expolio.

Miró la hora, pagó el café, agradeció la charla, preguntó por la Plaza Rei Jaume I, el camarero no la conocía, ¿Los palomitos? Ah, sí…se lo indicó. Dio las gracias y se marchó.

Llegó a la dichosa plaza y se dio cuenta que no habían quedado en ningún lugar en concreto. Iba a mandarle un mensaje a César cuando vio el edificio de la Biblioteca Municipal. No había que buscar más: allí estaría.

Y, efectivamente, allí estaba encorvado sobre vaya usted a saber qué libro. Cátulo sonrió al pensar que, mentalmente, estaría corrigiendo al autor sobre su propia obra como hizo, en su momento sobre Cervantes y el mismísimo Quijote mientras tomaban café de puchero sentados en una piedra sintiendo el suelo vibrar con las explosiones de las bombas que la artillería serbia lanzaba sobre Sarajevo al ritmo de 8 cada minuto. Jodido César.

Como si presintiera que allí estaba - y eso presintió al sentir una corriente inusualmente fría recorrerle la espalda - César levantó la mirada y lo vio. Le invitó a sentarse y, tras comprobar que todo iba bien, le habló sobre el carajal en el que iba a meterse:

-         - ¿Tienes algo pendiente con alguien?

-         - Cada vez que me llamas procuro dejarlo todo arreglado


César abarcó el alma de Cátulo con una infinita mirada llena de grises presagios y, desde la caverna de su propia soledad, le lanzó una nueva sentencia.

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