El rítmico
repiqueteo de los tacones retumbó en los muros de las viejas calles acompasando
el trémulo parpadeo de aquellos que no
habían podido dormir, ni descansar el alma, desde que aquel extraño perro de
sus sueños aullara desgarradoramente al paso de la inesperada sombra. Por algún
extraño motivo encontraron relación entre los aullidos y los tacones; sería el
inicio de largas noches sin dormir.
En su deambular
errático, de repente, apareció el torreón de una muralla, vio que el lienzo no
aparecía por ningún lugar, miró la hora, calculó que tenía tiempo, chasqueó la
lengua y decidió buscar restos de la misma. Le gustaban las ciudades
amuralladas y desconocía que Gandia hubiera sido una de ellas.
Con su
conocimiento sobre murallas – que lo tenía – trazó los posibles ángulos en los
que podría haber continuado, pensó como podrían haber trazado la misma, volvió
a chasquear la lengua y vio en suelo clavados unos remaches que indicaban cual había
sido el trazado. Pensó, que los
habitantes de las ciudades raramente miran el suelo de las mismas y, aún mas
raramente, levantan la mirada.
Siguió los
remaches llegando hasta el Paseo Germanías, dobló a la izquierda, caminó algo
más de lo necesario y se encontró con
otro trozo de muralla soterrado en la entrada de un parking y que,
curiosamente, aún conservaba restos de las antiguas canalizaciones.
¿Cómo sería la
muralla? La respuesta la obtuvo en las fotografías que había colgadas en otro
bar al que entró a tomar un café y disfrutar del aire acondicionado. Mientras
miraba la foto el camarero le dijo que Gandia, efectivamente, había sido una
ciudad doblemente amurallada y que dejó de serlo cuando las piedras utilizadas
para su construcción fueron utilizadas para construcciones privadas. Una forma
algo drástica de difundir el patrimonio histórico entre todos los habitantes y
que tenía un nombre: expolio.
Miró la hora,
pagó el café, agradeció la charla, preguntó por la Plaza Rei Jaume I, el
camarero no la conocía, ¿Los palomitos? Ah, sí…se lo indicó. Dio las gracias y
se marchó.
Llegó a la
dichosa plaza y se dio cuenta que no habían quedado en ningún lugar en
concreto. Iba a mandarle un mensaje a César cuando vio el edificio de la Biblioteca
Municipal. No había que buscar más: allí estaría.
Y, efectivamente,
allí estaba encorvado sobre vaya usted a saber qué libro. Cátulo sonrió al
pensar que, mentalmente, estaría corrigiendo al autor sobre su propia obra como
hizo, en su momento sobre Cervantes y el mismísimo Quijote mientras tomaban
café de puchero sentados en una piedra sintiendo el suelo vibrar con las
explosiones de las bombas que la artillería serbia lanzaba sobre Sarajevo al
ritmo de 8 cada minuto. Jodido César.
Como si
presintiera que allí estaba - y eso presintió al sentir una corriente
inusualmente fría recorrerle la espalda - César levantó la mirada y lo vio. Le
invitó a sentarse y, tras comprobar que todo iba bien, le habló sobre el
carajal en el que iba a meterse:
- - ¿Tienes algo pendiente con alguien?
- - Cada vez que me llamas procuro dejarlo todo
arreglado
César abarcó el
alma de Cátulo con una infinita mirada llena de grises presagios y, desde la
caverna de su propia soledad, le lanzó una nueva sentencia.
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